México, después de Fox
David Ibarra15 de noviembre de 2006El nuevo presidente no sólo heredará múltiples problemas, también partirá de una legitimidad debilitada y sufrirá de tentaciones autoritarias sea para atenderlos o seguir aplazando las soluciones.
El inicio del sexenio foxista partió abrigado por la esperanza de abrir paso a una democracia con los oídos abiertos y la disposición puesta en atender demandas ciudadanas insatisfechas. Nada de eso ocurrió. Se instauró un conservadurismo timorato, incapaz de innovar las políticas públicas, reconstruir la capacidad nacional de progresar y disminuir la pobreza. Más que cambio, el gobierno imprimió continuismo a las estrategias fracasadas del último PRI que tanto contribuyeron al triunfo del panismo en las elecciones de 2000.
Hay factores externos desfavorables, pero las debilidades nacionales son resultado principal de nuestros errores. La calca extralógica de los preceptos del Consenso de Washington hicieron violencia a la historia, las instituciones y la sociedad. Japón, Corea, China o India nunca adoptaron a plenitud el capitalismo de laissez-faire, diseñaron mezclas innovadoras de mercados libres e intervención estatal a fin de abrirse paso desde atrás en el mundo globalizado.
Sin duda, mucho debía cambiarse en el esfuerzo modernizador, pero se dejó de lado lo mucho que había de edificarse en reemplazo de lo derruido. El Estado de ejercer un papel histórico protagónico pasó a ser un Estado minimalista, satanizado, incapaz de impulsar el desarrollo productivo o de procurar los equilibrios del desarrollo sostenido, la competitivdad y la equidad distributiva.
El resultado es un país fracturado de múltiples maneras: entre el gobierno y amplísimos segmentos de la sociedad; entre el norte y el sur; entre los poderosos y los marginados; entre los distintos partidos políticos y los sostenedores de unas u otras tesis ideológicas; entre los satisfechos con la democracia formal y los que quieren avanzar en la democracia sustantiva. Por tanto, el nuevo régimen recibirá una sociedad inconforme, crítica de la élite política y sabedora que los titubeos en la instauración de la modernización política han sido mayores a los logros alcanzados. Y cómo no estarlo, cuando la democracia nativa es sorda a demandas atendibles, pospuestas una y otra vez. Hay pobreza, notoria carencia de empleos, migración de casi medio millón de trabajadores y explosión de la informalidad.
De las familias, 40% viven precariamente, mientras 10% de la población más rica absorbe 37% del producto nacional.
Más aún, ante la falla estatal en atender voces cada vez más irritadas, los ciudadanos aprenden a organizar protestas, a poner en entredicho el orden y la legalidad formales. Se desvanece la gobernabilidad ante una población más y más insatisfecha con sus instituciones políticas. Desde las manifestaciones callejeras, los linchamientos y los conflictos postelectorales hasta la toma popular de Oaxaca, expresan desesperación extendida en torno al orden que prevalece. Ahí y en una economía excluyente, debe encontrarse una de las explicaciones a la proliferación del narcotráfico, de los secuestros, de las ejecuciones y de otras actividades delictivas que son ya parte de la vida cotidiana del país. En suma, aspiraciones y reclamos de la población dejaron de formar parte de la agenda pública, con claro desmedro del clima político nacional.
El colapso de las últimas estrategias del PRI, expropiadas por el PAN, no parece haber hecho mella en la conducta de gran parte de la elite política. A diferencia de la división acaso insalvable en los cuerpos legislativos durante el sexenio foxista, hoy existe coyuntura favorable a la formación de una coalición conservadora que, por ser coyunturalmente mayoritaria, podría aprobar cualquier proyecto de ley. Aquí reside una tentación mayúscula en la integración de la agenda de trabajo de los poderes Ejecutivo y Legislativo que podría auspiciar una especie de autoritarismo legaloide, vuelto otra vez de espaldas a las demandas ciudadanas. No se trata de una posibilidad remota. En Oaxaca, la alianza del gobierno con las bancadas del PRI y el PAN, han pospuesto y complicado las soluciones por lo menos en su arista más saliente, la dimisión del gobernador ante la evidente pérdida de gobernabilidad en el estado.
Hay frases rentables políticamente, como la de rebasar por la izquierda o hacerse paladín del empleo. En cualquier caso resultará difícil hacerlo ante las penurias presupuestarias y el persistente dogma de la estabilidad a costa del crecimiento. Ya Agustín Carstens, coordinador económico de Felipe Calderón, anticipa un presupuesto austero en el año próximo. En 2005 México dispuso de 20 mil millones de dólares en remesas, de 9 miles de millones en exportaciones petroleras adicionales y de un superávit comercial con Estados Unidos de más de 60 mil millones de dólares. Con una holgura enorme de divisas apenas pudo crecerse al 3%. El mal está en la estrategia de desarrollo, no en la disponibilidad de recursos del exterior. En 2006, el crecimiento será probablemente mayor al 4% por la conjugación de un gasto electoral y un crédito al consumo excepcionales que, al revitalizar transitoriamente el poder de compra, pusiera a funcionar el herrumbrado engranaje de la economía interna. Pero en 2007, pasada la euforia electoral y ante la posible declinación de la economía estadounidense, las autoridades financieras y los futurólogos internacionales, ya anuncian la vuelta al cuasi-estancamiento inhibitorio de la acción pública.
Quiérase o no, la fantasía neoliberal de la aptitud de los mercados para resolver toda suerte de problemas ha quedado desacreditada. Entonces, la encrucijada real del nuevo gobierno consiste en atreverse a dar un buen golpe de timón en las estrategias socio-económicas, o bien, ofrecer más de lo mismo en espera de que el país lo resista y que las Oaxacas no se multipliquen.
Analista político
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