sábado, junio 21, 2008

El Loco de la Cueva

El Loco de la Cueva

La derecha suele argumentar que Iturbide es el verdadero consumador de la independencia. Quisieran reemplazar al cura Hidalgo y a los insurgentes con Iturbide. Yo digo que el México independiente nació solo cuando un fulano medio loco y terco salio de una cueva y lo probare aquí. Estas notas se las pongo para que entiendan como fue que la independencia tomo lugar.

I. Los Asturianos

Figuro prominentemente, del lado español, el regimiento de Asturias en las batallas por la independencia de México. Se le encuentra en Puente de Calderón y en el sitio de Cuatla. Pocos eran los cuerpos europeos en el ejercito del virrey. La mayoría eran mexicanos. Los oficiales eran criollos (Santa Anna, Iturbide) o peninsulares (Venegas, Calleja). La independencia era una guerra civil con una presencia casi minima de peninsulares.

En 1813, al declinar las fortunas del corso (Napoleón) este, asediado por Prusia, Austria, y Rusia, ordenó la evacuación de España. José Bonaparte, al que los españoles llamaban Pepe Botella por lo borracho, se rehusaba a perder su trono (“le honour de la France” y que se yo). Presiono al mariscal Jourdan a que presentara una ultima batalla a los aliados –ingleses, españoles, y portugueses—al mando de Wellington. Jourdan se oponía, el ejercito no estaba en condiciones argumentaba, pero se tuvo que plegar a las exigencia del “hermano incomodo”.

Aquello, Vitoria, fue un desastre. Huyendo en el camino a Francia, Jourdan alcanzó el carruaje de Pepe Botella (el cual ya agarraba la peda para olvidar la derrota) y le espeto: “…bien, monsieur, ya tuvo su excelencia su batalla y como ve nos cargó el diablo, ojala este usted satisfecho…”

Libre del yugo napoleónico, España mandó los llamados “regimientos expedicionarios” a la Nueva España. Tenían buen armamento, eran tropas veteranas, y contaban con una oficialidad entendida en los menesteres de la guerra. El regimiento de Asturias recibió con beneplácito la noticia de que regresaría a la península.

Sobrevivía en la capital de la Nueva España una clase de criollos ilustrados, de ideas progresistas: Ramos Arizpe, Quintana Roo, Leona Vicario, Fray Servando. En mas de una ocasión ellos esconderían a un patilludo perseguido. La Inquisición, el CISEN de entonces, los vigilaba celosamente. Seria una ficción romántica el pensar que la oficialidad del regimiento de Asturias los conoció o asistió a sus tertulias. O que tal vez les cayeron los escritos del Congreso de Chilpancingo o oyeron las ideas libertarias de los insurgentes (antes de fusilarlos, pues los asturianos no tenían misericordia).

Lo que si es cierto es que los hombres cambian. Y más cambian después de conocer la Nueva España, tan lejos del rey, de la iglesia, y de Dios mismo. El caso es que los asturianos regresaron cambiados a la metrópoli y eran conocidos como un regimiento levantisco e infectado de ideas “liberales”. Esto no placía al rey Fernando VII, conocido por su despotismo.

El caso es que el primero de enero de 1820 el coronel Riego se pronuncio al mando de los asturianos pidiendo la restitución de la constitución “liberal” de 1812. El cuartelazo fue un éxito. Muy a regañadientes Fernando VII tuvo que reconocer tal constitución.

II. Las Cortes

Y entre las primeras medidas adoptadas por las Cortes (el congreso español) se encontraba la retirada del fuero militar. Es decir, los soldados al cometer brutalidades contra la población (el de Asturias había presenciado y participado en muchas de estas, tal vez la conciencia le molestaba) serian juzgados en cortes civiles.

En la Nueva España para ese entonces solo quedaban las cenizas del fuego que inicio el cura de Dolores. Solo unos cuantos patilludos –Vicente Guerrero, Nicolás Bravo, y otros—se encontraban todavía en armas. Don Guadalupe Victoria vivía en una cueva en las cumbres de Maltrata y tenia por tropas tan solo un par de indios con machetes y aun así persistía en su lucha. Era pues, una lucha sostenida por pura terquera y sin esperanza de victoria. Los regimientos expedicionarios y el ejército realista eran dueños de la mayoria del territorio de la Nueva España.

Al saberse que se les retiraba el fuero militar los militares realistas empezaron a murmurar. Soplaban vientos de fronda. Las Cortes, se decía, eran demasiado “liberales”, lo que hoy se llamaría “izquierdistas”, eran un peligro para España. Minaban la autoridad del rey, ¡Josu! ¡Mira que juzgarlo a uno por hacer escarmientos para intimidar a la población!

Las Cortes estaban tercas en llevar a España al siglo XIX y su siguiente paso fue abolir el fuero eclesiástico. Si un cura cometía un crimen seria juzgado como cualquier otro hijo de vecino. ¡Arde Troya! Los conclaves conspiratoriales de los militares empezaron a recibir la visita de clérigos. Había que hacer algo.

III. Iturbide

Los ojos de estos conspiradores cayeron sobre el coronel Agustín de Iturbide. Gozaba este de las simpatías tanto del ejército como del clero. Conocido por su crueldad y rapiña, tenía mucha cola que le pisaran si las Cortes empezaban a investigar los abusos contra la población civil. Y bien conocida era su mochez: olía a incienso. En Iturbide se estableció el prototipo del nazi prieto mexicano: ladrón, irrespetuoso de los derechos humanos, y de doble moral.

Los conspiradores militares y eclesiásticos acordaron con Iturbide, recién nombrado comandante del ejército del sur, que este se alzaría y proclamaría la independencia. Todo con tal de no estar bajo la férula de las Cortes y sus leyes “liberales”. Los criollos de derecha seguirían mangoneando. Si España quería irse al siglo XIX, los criollos de la Nueva España estaban firmes en su determinación de no abandonar el XVII.

Había un problema: los once regimientos expedicionarios llegados de España, la mayoría surtos en la Ciudad de México. Estaban bien equipados y sus tropas no eran de menospreciar. Y Venancio estaba armado hasta los dientes y le seguía siendo fiel a España.

El ejército realista de Iturbide les podía oponer siete regimientos de regulares y 17 de milicianos. Pero estos estaban bastante mal armados. Once años de guerra habían destrozado la economía de la Nueva España. Muchos de estos regimientos realistas no habían recibido su paga en meses. El gobierno virreinal no tenia ni un quinto.

Iturbide sabia que solo con el ejército realista no podría derrotar a los once regimientos expedicionarios. Al momento de alzarse estos le aplicarían el garrote. Había que encontrar a alguien que fuera aguerrido, que no les tuviera miedo a los españoles, y que estuviera dispuesto a hacerse matar por la independencia sin esperar ni un quinto. La respuesta era obvia: Iturbide necesitaba a los insurgentes.

IV. Los Patilludos

Los enviados se dirigieron a las montañas del sur y empezaron a buscar a don Vicente Guerrero. Era don Vicente un mulato de la tierra caliente que conocía las selvas y montañas del sur como la palma de su mano. Sus tropas, los pintos, no se arrugaban y eran todavía muchos. Igual que Guerrero, algunos habían estado peleando desde 1810.

Y no era para nada pendejo don Vicente: de otra manera no habría sobrevivido tanto tiempo. Como los coyotes, husmeo el ofrecimiento con recelo. Solo a fuerza de mucho chiquearlo, de proveerlo de armas, pertrechos y dineros como muestra de buena voluntad, fue que Iturbide lo convenció. Los dos caudillos se abrazaron en Acantepam.

Poco a poco se unieron los otros jefes insurgentes. Don Guadalupe Victoria, sin embargo, nunca claudico. Nunca, respondió don Lupe, se uniría a un ejército encabezado por ese hijoeputa, Iturbide. Mejor seguiría peleando por su causa a su manera, así fuera solo y armado nada más que con un machete.

El llamado “independentista” de Iturbide cundió en toda la Nueva España. Los jefes militares del ejército realista y los curas lo apoyaron pues sabían que, en la práctica, les concedía inmunidad. De otra manera las Cortes de la metrópoli los iban a juzgar por sus crímenes.

El virrey, Conde del Venadito, titubeo y se vio débil. El mariscal Novella, al mando de los expedicionarios lo depuso. (“¡Hostia! ¡Que no tenéis huevos!”) En efecto Novella y sus gentes estaban sitiados. Toda la Nueva España se había pronunciado por el plan trigarante de Iturbide. (“¿Y que? ¡Me cago en la virgen, que Cortes también estuvo sitiado!”)

Novella ciertamente estaba dispuesto a iniciar una reconquista. Sin embargo, necesitaba dinero. Lo exigió al ayuntamiento de la Ciudad de México y este se negó: las arcas estaban vacías. Fue entonces que se apersono en Veracruz el nuevo virrey, don Juan de Odonoju.

Era don Juan bien conocido en los círculos “liberales”. Amigo de Ramos Arizpe y los otros “intelectuales de izquierda” de la Nueva España, consultó a estos. El resultado, le aconsejaron, seria otro baño de sangre que acabaría de destruir a la nación. (“La independencia es un hecho consumado, don Juan, aun si es hecha para evitar que juzguen a unos pretorianos y a unos curas rapaces. Deje su excelencia que nos rasquemos nuestras propias pulgas y a la larga meteremos en cintura a estos hideputas.”)

Odonoju accedió a firmar los Tratados de Cordoba. Se creaba el imperio mexicano, bajo la tutela de una regencia (que incluía al arzobispo y otros criollos de derecha), nominalmente bajo el mando del rey Fernando VII. Fue así que Novella personalmente arrió la bandera de España del palacio virreinal (“no vayan estos indios a mancillarla, ¡jolines!”) y sus tropas se regresaron a España. (En realidad todavía quedaron posesionados de San Juan de Ulua para poder irse a tomar café a la Parroquia de vez en cuando.)

¿Y los insurgentes? Pues habían apoyado a Iturbide con tal de quitarse de encima el yugo español. Sin embargo, el resultado fue la formación del primer gobierno de derecha de México. No tardo Iturbide en proclamarse emperador y empezó a gobernar a lo pendejo, como parece ser el patrón de todos los gobiernos de derecha.

V. El Primer Gobierno de Derecha

Empezaron las persecuciones de los insurgentes o de todo aquel que no se considerara leal a su majestad el emperador. Las pocas entradas del erario se las gastó Iturbide en francachelas, contratos para los amigotes, y uniformes recamados de oro. Las deudas se acumulaban. El bandidaje se extendía. La economía languidecía. No había empleos. Y, como ave de mal agüero, se presentó en México un tal Poinsett, enviado del gobierno yanqui, para hacer unas propuestas sobre una provincia olvidada del norte, Tejas. Si Iturbide viviera hoy, definitivamente seria del PAN.

Los insurgentes se replegaron a sus montañas, a esperar, que tarde o temprano el imperio de pacotilla caería por su propio peso. Don Guadalupe Victoria mientras tanto, en su cueva, juntaba armas y pertrechos.

Un buen dia se le presentó ante la cueva Santa Anna.

Santa Anna: “Baje ya don Felix.” (El verdadero nombre de Guadalupe Victoria era Félix Fernández.)

Victoria: “¡No me rindo! ¡Patria libre o muerte! ¡Entrenle cabrones!”

Santa Anna: “Ya no hay lucha, don Félix. Ya cayó Iturbide. Proclamé la republica.”

Victoria: “¿La republica? ¿Tiene usted idea de que es eso?”

Santa Anna: “Realmente no tengo ni una puta idea, pero el caso es que pos ya valió Agustín. Es mas, los otros jefes de la revolución, Guerrero, Bravo, y yo estamos de acuerdo en que usted sea presidente. Usted nunca se ha vendido ni tiene cola que le pisen.”

Victoria: “Bien, si insisten. Ya le había agarrado cariño a mi cueva. ¡Sea! A ver como diablos nos va.”

Santa Anna: “¿Pos que mas peor que con un pendejo como Iturbide en la silla? Ya peor no nos puede ir.”

Victoria: “Ojala este usted en lo cierto…”

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