miércoles, marzo 28, 2007
Carlos Martínez García
Clérigos: representación inflada
La alta burocracia católica mexicana gusta de hacer cuentas alegres. A estas alturas no faltan clérigos que siguen afirmando falsedades, como que "más de 90 por ciento de los mexicanos son católicos". No hay tal. La realidad es que el porcentaje de quienes en nuestro país se dicen católico(a)s baja lenta pero constantemente. Hoy es menor a 85 por ciento.
De todas maneras, argumentarán los supuestos representantes de los católicos nacionales, 85 por ciento es una rotunda mayoría confesional. Pues fíjense que no, por varias razones. La primera es que el catolicismo mexicano es muy diverso, mucho más de lo que piensan en la Conferencia del Episcopado Mexicano. Numerosos sondeos de opinión pública en asuntos éticos demuestran la independencia de criterio que tienen los católicos de la enseñanza oficial de la institución eclesiástica a la que dicen pertenecer. De tal manera que tiene razón Carlos Monsiváis cuando subraya que en las pasadas décadas el conservadurismo católico ha perdido todas las batallas culturales, todas las que han representado temas como la vigencia de la laicidad del Estado, los derechos de las minorías, el libre examen y la libertad de opinión, la creciente vigilancia de la sociedad civil sobre los abusos clericales, particularmente los sexuales.
Los católicos de nuestro país para nada han entregado una hoja en blanco a sus dirigentes. Inclusive esa función, la de ser sus líderes, está en cuestionamiento por el verticalismo de la institución y por el lugar al que son relegados los llamados laicos. La sola tajante distinción entre clérigos (personajes de primera) y laicos (multitud de segunda) es ya en sí una construcción clerical de muchos siglos, que se encuentra muy alejada de los principios del Nuevo Testamento. La tentación del clericalismo está presente en todas las confesiones religiosas, pero es en el catolicismo donde ha encontrado terreno fértil para reproducirse, a grado tal que esa cizaña pareciera sobrepasar el trigo.
¿Cuántos de los católicos mexicano(a)s avalan los cada vez más desatados pronunciamientos de obispos, arzobispos y cardenales? ¿Qué porcentaje de esos etiquetados como laicos comparten la política de apedrear simbólicamente, por parte de la cúpula clerical, a quienes deciden actuar éticamente, a contracorriente de lo enseñado por la Iglesia católica? Si en sus propios espacios la alta burocracia católica no logra convencer a su feligresía de cuáles valores debe poner en práctica, ¿por qué intenta a toda costa imponer su cosmovisión valorativa al conjunto de la sociedad mexicana?
De acuerdo con estimaciones de la arquidiócesis de México, cuya cabeza es el cardenal Norberto Rivera Carrera, apenas entre 6 y 9 por ciento de los bautizados por la Iglesia católica asiste regularmente a la misa dominical. Es decir, una cosa fue haber experimentado un rito como infante y otra el compromiso voluntario años después con la Iglesia mayoritaria. Según cálculos de la Oficina de Planificación y Estadística de la arquidiócesis de México, existen aproximadamente mil 129 templos en su jurisdicción, lo cual significa que cada uno debe atender a más de 8 mil personas. Por ello, "cada templo debería tener una dimensión similar a la de la Basílica de Guadalupe, si ese número de personas asistiera cada domingo a misa a la misma hora". El dato es devastador para los intereses de los clérigos que gustan andar solucionando los problemas de otros, pero que cierran convenientemente ojos y oídos para no ver ni escuchar las señales de alarma en sus dominios.
Por inercia cultural los medios masivos de comunicación, los altos funcionarios gubernamentales (tanto federales como estatales), los dirigentes de partidos políticos, etcétera, otorgan automáticamente a los encumbrados clérigos católicos un peso del que carecen. Ese inflado peso debe aligerarse. Es un resabio de la enorme influencia que tuvo la Iglesia católica en la historia de México, creer hoy que en nuestra muy diversa sociedad los sacerdotes tienen toda autoridad nada más por su condición de serlo. Ellos tienen, como la ciudadanía en general, derecho a sus convicciones y a difundirlas. Pero si en sus espacios naturales (templos, escuelas y asociaciones católicas) son incapaces de interiorizar entre los creyentes la doctrina social católica, entonces deberían aceptar que carecen de autoridad moral para exigir al resto de la nación que se pliegue a creencias muy respetables pero que le son ajenas.
No les gusta, pero los compulsivos y conspicuos clérigos que amenazan con excomuniones ven cómo la democratización cotidiana los desacraliza y pone en un plano de igualdad. En este plano hay que argumentar y convencer, dialogar con razones y sin devaluar a los adversarios. El horizonte es poco halagüeño para los uniformizadores de conciencias, para quienes anhelan feligreses pero desdeñan a los ciudadanos y sus derechos.
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